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Biden sigue sus instintos y su experiencia con Rusia, y la estrategia está funcionando | Opinión

Cuando el presidente Joe Biden asumió el cargo, tenía tres prioridades principales en materia de política exterior: revivir a la OTAN y otras alianzas a las que el presidente Trump había criticado ferozmente; retirar las últimas tropas estadounidenses de Afganistán; y competir más eficazmente con una China recientemente asertiva.

Rusia, una potencia en declive, parecía casi una idea tardía. Todo lo que Biden quería de Moscú, dijo el año pasado, era “una relación estable y predecible”.

Vladimir Putin tenía otras ideas. Hace dos meses, Putin invadió Ucrania, y el resultado fue no solo una trágica guerra, sino un cambio radical en la política de Estados Unidos.

La lucha por Ucrania es ahora el principal objetivo de Biden en materia de seguridad nacional. Estados Unidos y Rusia parecen enfrascados en un enfrentamiento a largo plazo que recuerda a la Guerra Fría del siglo XX. El desafío de China sigue ahí, pero los estrategas que esperaban trasladar las tropas estadounidenses de Europa a Asia dejaron esos planes en suspenso.

La semana pasada, Biden anunció el envío de $800 millones adicionales en ayuda militar a Ucrania, lo que eleva el total de los últimos dos meses a más de $3,000 millones. Más importante que la cifra en dólares fueron las armas incluidas: artillería pesada, helicópteros, vehículos blindados de transporte de personal, sistemas de radar antiaéreo y el Phoenix Ghost, un nuevo avión no tripulado de ataque kamikaze.

La lista de compras reflejaba una intensificación gradual desde las primeras semanas de la guerra, cuando Biden y sus ayudantes hicieron hincapié en los límites de lo que Estados Unidos estaba dispuesto a hacer, en parte para evitar el riesgo de un conflicto directo entre las fuerzas rusas y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

No habría efectivos en el terreno, dijeron, ni armas ofensivas de largo alcance ni una “zona de exclusión aérea” reforzada por Estados Unidos para impedir que la fuerza aérea rusa bombardeara ciudades ucranianas. Estados Unidos tampoco aceptaría trasladar aviones MiG-29 de Polonia a Ucrania a través de Alemania.

El presidente ucraniano, Volodymyr Zelenskyy, y los personajes belicosos estadounidenses se quejaron, pero la semana pasada, Zelenskyy dijo que el nuevo paquete de ayuda era “justo lo que estábamos esperando”.

¿Qué cambió?

A medida que las fuerzas armadas ucranianas se desempeñaban mejor de lo esperado –y las rusas peor–, el compromiso de la administración con Kiev se profundizó.

“Nuestra política es inequívoca: haremos todo lo posible para ayudar a Ucrania a tener éxito”, dijo Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional de Biden, en una entrevista televisiva. “A fin de cuentas, lo que queremos ver es una Ucrania libre e independiente [y] una Rusia debilitada y aislada”.

La actitud de la administración también se endureció, añadió Sullivan, por “lo que los rusos han hecho, francamente: matanza de civiles, atrocidades, crímenes de guerra”.

En términos más generales, el compromiso de Biden con Ucrania parece señalar el final de un período de repliegue en el que los presidentes Obama y Trump trataron de desvincularse de los enredos militares iniciados por el presidente George W. Bush.

El académico de la Universidad de Columbia Stephen Sestanovich ha argumentado durante mucho tiempo que la política exterior de Estados Unidos tiende a alternar entre ciclos de involucramiento internacional asertivo, a lo que él llama “maximalismo”, y el “reatrincheramiento”.

“Lo que pone fin al reatrincheramiento es casi siempre algún tipo de sacudida”, me dijo la semana pasada, algo que “hace que la gente piense que las políticas de reducción, por muy deseables que pudieran parecer unos años antes, simplemente no servirán en un mundo más peligroso.

“La guerra de Putin ha sido exactamente ese tipo de estímulo mental, y es probable que sus efectos sean duraderos”, dijo.

Si tiene razón, los efectos más amplios de la crisis ucraniana pudieran incluir una división del mundo al estilo de la Guerra Fría en dos bloques, uno liderado por Estados Unidos y el otro por China y Rusia; una presión a largo plazo por parte del Congreso para aumentar el gasto en defensa, y quizás incluso un modesto resurgimiento del bipartidismo en política exterior.

Esas tendencias le resultarán familiares a Biden, que formó parte de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado durante la última mitad de la Guerra Fría. Hace uno o dos años, su inclinación por la OTAN y otras alianzas tradicionales de Estados Unidos podría parecer un retroceso, pero ahora ha sido útil.

Él y sus asistentes trabajaron para centrar a la OTAN en las amenazas de Putin mucho antes de la invasión, lo que permitió a la alianza imponer sanciones coordinadas en cuanto rodaron los tanques. Su regreso a la antigua usanza en la forjación de alianzas resultó ser exactamente lo que Occidente necesitaba.

La política exterior de Biden está lejos de ser perfecta. Su retirada de Afganistán, por poner solo el ejemplo más doloroso, fue un fiasco.

Pero en Ucrania, al menos, la experiencia y los instintos del presidente le han servido de mucho.

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