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Después de la emergencia ¿aceleramos o frenamos?

Por Carol Perelman
@carol_perelman

Una emergencia no es para siempre, y tampoco lo es una pandemia. De que ésta, como todas las demás en la historia, acabará, es un hecho. Ninguna ha durado para siempre y la COVID-19 no será la excepción. Son de las pocas afirmaciones que me atrevo a hacer con certeza. Sin embargo las grandes incógnitas son, ¿qué sigue..?, ¿cuándo..?, y ¿cómo..?
Hace unas semanas, el Dr. Anthony Fauci habló de la existencia de cinco etapas pandémicas. Comenzando por la actual, la pandemia, en que la amenaza es constante en todos lados y a todas las sociedades, haciendo disrupciones en la vida cotidiana de las personas y poniendo en jaque distintos aspectos de las naciones. Sobre esta etapa no hay mucho más que explicar, lo hemos vivido en carne propia por ya dos años. Una emergencia real, global, ocasionada por un virus que encontró las condiciones ideales para expandirse.
La siguiente etapa es la desaceleración, y en ella se comenzarán a observar paulatinamente una menor transmisión del virus; disminuye su ritmo, gracias a dos factores principales: a que las personas ya tienen cierta inmunidad, de preferencia por haberse vacunado de forma segura (pero también por haber sobrevivido la infección), y a que se implementan medidas que limitan su propagación. Podría también suceder que el mismo virus cambie y se autolimite, pero evidentemente con este coronavirus no es, y parece que no será, el caso. Lo que sí, es que al parecer podríamos estar cerca de entrar en esta segunda etapa. Algunos países más cerca que otros, no todos igual.
La Organización Mundial de la Salud estima que hacia marzo, ómicron habrá contagiado a poco más de la mitad de las personas en Europa, y varios creen que es la misma proporción que será contagiada antes de la primavera en el planeta. Esto, aunado a las casi 10 mil millones de dosis de vacunas aplicadas en el mundo, hará un muro de contención importante, un freno en seco a la transmisión. Sin embargo, ya aprendimos, por un lado, que la inmunidad contra el virus no es vitalicia (la mejor evidencia son tantas reinfecciones), y que podríamos ver el surgimiento de variantes aún más diestras, por lo que la etapa de desaceleración debemos conducirla con bastante precaución, sin soltar por completo las riendas de nuestras útiles medidas de mitigación. Quizás será durante la primavera y verano del 2022 cuando transitemos esta desaceleración, seguramente experimentándolo en distintas proporciones y velocidades para las diferentes latitudes del planeta. Sin duda las decisiones regionales tendrán mucho que ver en ello.
Antes de seguir, vale la pena resaltar que de la única característica de la que he hablado hasta ahora es de la transmisión, de la capacidad de contagio del virus de una persona a otra (lo que los epidemiólogos conocen como “R”). En ningún momento la velocidad de contagio de una enfermedad modifica su severidad, su patogenia o su forma de interactuar con el hospedero. Aquí, la letalidad de COVID-19 no depende de la etapa pandémica en que estemos; el curso de la enfermedad podrá ser modificado por los aprendizajes que logran un mejor manejo médico y por la obtención de tratamientos más eficaces, por lo que es irreal pensar que porque cambiamos de etapa pandémica COVID-19 se convertirá en una “gripa”. Minimizar es riesgoso y ya lo sabemos, así que hablar de menor ritmo de transmisión no se refiere a más leve, se refiere a menos casos.
Y lo subrayo porque, como el Profesor Aris Katzourakis mencionó en un texto para Nature, erróneamente algunos piensan que llegar a la endemia, a la siguiente etapa conocida también como control, supone una panacea llena de optimismo, como si la COVID-19 fuera a convertirse en una enfermedad más leve. La realidad es que no es así. A lo que se refiere la endemia o control, es que el nivel de contagios es tal que se puede retornar a una especie de “normalidad” y cotidianeidad en que la enfermedad ya no es amenaza para el funcionamiento de la sociedad, aunque sigue siendo un problema de salud pública, pero ya no una emergencia sanitaria; en que son epidemias ubicadas y no generalizadas.
Como ejemplo, vivimos diariamente con muchas enfermedades que son endémicas, es decir limitadas a cierta región o a ciertas temporadas, pero no por ello son menos severas; todas estas siguen causando miles de casos y muertes al año, como la malaria, la tuberculosis, el VIH, el cólera, la influenza y el sarampión, ejemplos, que entre todos, causan millones de muertes anualmente, pero cuyas epidemias son más predecibles, menos explosivas y erráticas.
Y aunque últimamente en todos los medios se ha abusado del término “endémico”, en esta futura etapa de control aún habrán ciertas medidas de mitigación que cada país implementará según sus propias características. Algunos, con epidemias estacionales, y otros con circulación persistente. Y aunque ni la malaria, la tuberculosis, el VIH, el cólera, la influenza ni el sarampión son hoy pandemias, los países establecen y mantienen protocolos puntuales para su debido control. Eso es endemia: circulación controlada. Significa el fin de la emergencia y la integración de esta nueva enfermedad al abanico de riesgos a la salud.
Aún es pronto, pero esperemos poder ver a COVID-19 en esta etapa hacia el segundo semestre de 2022 en la mayoría de los países del mundo. La autorización de los antivirales orales y el tsunami por ómicron podrían ser los precursores.
Sin embargo, son demasiados factores involucrados y, además, no se logra solo; existen acciones concretas a tomar para encaminar la desaceleración hacia el control. Y mientras estamos en la endemia seguirán, o debieran continuar, los esfuerzos de detección y medidas de prevención, como la vacunación y el acceso a tratamientos, como se hace con cualquier otra enfermedad de circulación continua.
Es importante aclarar que en ningún momento llegar a la endemia debe ser la meta. No. La endemia es sólo un objetivo importante de alcanzar a corto plazo, pero la meta verdadera tendría que ser la siguiente etapa: la eliminación.
La eliminación se refiere a cuando el patógeno, en este caso el SARS-CoV-2, deja de circular en ciertos países por completo. Algo similar a lo que se ha logrado con la poliomielitis, en que los casos existen pero son esporádicos, aislados.
Muchos expertos coinciden en que la eliminación es una meta poco posible para la COVID-19 en las condiciones actuales, pero que podría llegar, dependiendo de las medidas a largo plazo que los países implementen durante la fase de control o endemia.
Sin duda, se requiere un plan. No es una etapa que veremos muy pronto, pero sí podría ser una meta real si la cobertura de vacunación fuera realmente universal o, por ejemplo, si pudiéramos tener acceso global a la -aún en desarrollo- vacuna pan-corona (contra todos los coronavirus); a una vacuna nasal que eliminara el contagio, o si se cambiara para siempre la forma en que ventilamos (y filtramos el aire) en nuestros espacios cerrados, haciéndolos absolutamente seguros y libres de partículas virales (como se ha logrado en muchos lugares con el humo de cigarro).
La quinta etapa, y la cual de momento se ve prácticamente imposible de que suceda por las características del coronavirus, es la erradicación, en que su presencia sería un tema binario: existe o se ha borrado para siempre del planeta.
La erradicación del SARS-CoV-2 no puede suceder mientras haya tantos reservorios animales donde el virus se pueda alojar por temporadas para luego emerger; si hay muestras congeladas en laboratorios de virología o si hay, al menos, un ser humano con COVID-19. Hoy, la erradicación es un sueño poco factible. En general es tan poco posible que sólo se ha logrado con un solo patógeno: la viruela.
Para darnos una mejor idea de las propiedades de estas cinco etapas, si comparamos a la pandemia con una guerra (creo que, en parte, sí lo es) estaríamos aún en la etapa de guerra mundial: desastrosa, en emergencia, con disrupciones en todos lados y causando el estrés y las secuelas que vivimos todos día a día.
La siguiente etapa serían los paulatinos diálogos por la paz, el cese al fuego, la desaceleración, el ir encontrando de nuevo la tranquilidad, cada uno en su trinchera, mientras recogemos lentamente los restos bélicos. Luego vendría una especie de calma aparente con desequilibrios y batallas locales, esporádicas, no menos sangrientas, pero ubicadas en tiempos y espacios más definidos, menos desbordados. Eso sería la endemia, el control.
Y, finalmente, llegaría la tranquilidad, en que la violencia seguiría siendo parte del vocabulario pero no un sustantivo habitual; sería, más bien, accidental, estaría eliminada.
La quinta y última etapa, la cuasi utópica, es la erradicación, en que, como lo dice el inspirador proverbio bíblico, “el león y el cordero puedan descansar juntos” y entonces tengamos paz en cada persona, en cada hogar, entre todas las parejas y en cada una de las familias, por más disfuncionales que fueran; habría paz entre las comunidades, las sociedades, los pueblos y las naciones. Que así sea. Salud plena. Un mundo sin COVID-19.
¿Lograble? ¡Quién sabe! Pero requiere de voluntades, de programas, de acciones, de liderazgo, de conocimiento, de confianza, de evidencias, de costos e inversiones, de estrategias, de sacrificios, de convicción; de ciencia y políticas públicas adecuadas.
Hoy, sin dejar de ver hacia el futuro y anhelar por la siguiente etapa, seguimos en la primera, seguimos en la pandemia y, si de pronto soltáramos todos los cabos, si aflojamos el paso por desesperación, podríamos resbalar y seguir en esta espiral. Inevitablemente, el sólo hecho de pensarlo hace que me venga a la mente una imagen estrambótica de Alicia en el País de las Maravillas.
Por eso hoy -sí, hoy-, la mirada debe ir al frente, pero las acciones hacia minimizar los contagios, evitar más variantes y limitar la circulación del virus, son esenciales. Unas en más o menos medidas, siendo flexibles y dinámicas según los contextos, pero sin soltar las riendas. Estamos cerca, pero sólo esa constancia y disciplina nos encaminará hacía lo que sigue, hacia la desaceleración.
Recordemos que un automóvil baja su velocidad de dos maneras muy diferentes: dejando de presionar el pedal del acelerador o frenando. Como en los coches, en la pandemia podemos bajar la velocidad de propagación del virus ejerciendo ambas estrategias a la vez: por un lado, quitando el pie del pedal acelerador: ventilando, usando cubrebocas, limitando la exposición, haciendo pruebas, aislándonos…, y por el otro, frenando los contagios con la vacunación. ¡Ahí está! Con eso, entre todos, garantizamos la desaceleración de la pandemia.
Como dijo el piloto argentino Juan Manuel Fangio, “El Chueco”, ganador de cinco títulos de Fórmula 1: “Saber pilotear es saber frenar. Frenar, hijo, es todo un arte”.
Frenemos juntos esta pandemia: vayamos a la desaceleración. Suelta el acelerador y presiona bien a fondo el freno. Hacerlo será nuestra gran obra maestra: nuestra pieza de arte.

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