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La controversia por la Cumbre de las Américas revela un deterioro del apoyo a la democracia en la región

Esta columna fue publicada originalmente en Americas Quarterly. El autor es su director.

NUEVA YORK

La controversia tiene el inconfundible tufillo posimperialista: uno detrás de otro, varios gobiernos de América Latina y el Caribe están trazando una raya en el piso y dicen que sus presidentes tal vez no asistan a la Cumbre de las Américas prevista para el mes que viene a menos que Washington, el anfitrión, no invite a todos a la mesa, incluidas las dictaduras de la región: Cuba, Nicaragua y Venezuela. Para algunos sonará a solidaridad latinoamericana o lo verán como una oportunidad soñada de hacerle piquete de ojos al Tío Sam, pero también revela un costado menos halagador de la actual realidad política en la región, más concretamente, el deterioro de su compromiso con la democracia.

Recapitulemos brevemente para entender cómo llegamos a esta situación. El gobierno de Biden señaló que a la cumbre de junio en Los Ángeles solo invitaría a los mandatarios elegidos democráticamente. A muchos latinoamericanos eso les parece un enorme paso atrás, después de que Cuba fue finalmente invitada a la de Panamá en 2015, tras años de debates similares. Es famosa la foto de Barack Obama y Raúl Castro dándose la mano en esa cumbre, y el universo no implosionó. El presidente mexicano, Manuel López Obrador, dijo esta semana que no asistiría a menos que todos los países fuesen invitados, y varios líderes del Caribe, así como los presidentes de Bolivia y Honduras, se han manifestado en consonancia.

¿Por qué estamos de nuevo en foja cero? Una de las razones, por supuesto, responde a la política interna de Estados Unidos: la masa de latinoamericanos y sus descendientes que vieron destrozadas sus vidas por los dictadores en cuestión, y que podrían cobrárselo en las urnas si esos dictadores fuesen invitados a un evento en territorio norteamericano. Y es igualmente cierto, aunque casi nadie lo dice, que desde aquellos embriagadores días de 2015, cuando una apertura parecía posible, Cuba no ha hecho más que rechazar a cachetazos toda chance de liberalización y hasta redobló la represión sobre sus ciudadanos. En marzo, la isla sentenció a más de 100 personas, con condenas de hasta 30 años de cárcel, por su participación en marchas mayormente pacíficas por las restricciones de la pandemia y la escasez de alimentos en 2021. Y nadie puede decir que en Venezuela o Nicaragua las cosas hayan tomado mejor rumbo ni que invitarlos a Los Ángeles ayude en algo a corregirlo.

Culpas compartidas

Pero bueno, efectivamente, esta polémica podría haberse evitado. El gobierno de Biden podría haber dicho hace meses “OK, vamos a invitar a todos, pero vamos a mirar a estos dictadores a los ojos y les vamos a decir lo que pensamos”. O podrían haber declarado públicamente lo contrario, para que México y Honduras se decidieran antes. Esta cumbre estuvo sumida en la incertidumbre desde un principio: en parte es culpa de la pandemia, y en parte, del equipo de Biden. Pero francamente hay que dar un debate más amplio sobre el propósito de estas cumbres: ¿son un premio al mejor alumno, una oportunidad de los países con valores compartidos para planifican un futuro mejor, o una chance para dialogar sobre problemas en común, incluso con los vecinos más antagonistas? Las tres opciones parecen válidas. Pero Estados Unidos no excluye de estas cumbres “solamente” a los dictadores que tiene cerca: arrancó excluyendo a Rusia del G-8 tras la invasión de Crimea en 2014, un ejemplo hoy especialmente pertinente por obvias razones.

Pero dejando de lado las cuestiones filosóficas, este parece ser realmente un momento crucial de las relaciones entre Estados Unidos y todos sus vecinos del sur. Muchos latinoamericanos sienten que el manejo de la lista de invitados que hace Biden es un intento ingrato de volver el tiempo atrás hasta fines de los años 90 y principios de los 2000, cuando Washington claramente se sentaba en la cabecera de la mesa regional. Esos días, por supuesto, se terminaron. Ahora los países de América Latina tienen de socia a China y se sienten más empoderados para desafiar a Estados Unidos y situarse a medio camino entras esas dos superpotencias.

La cumbre de este año nunca prometió demasiado en cuanto a modificar esa evolución geopolítica: a pesar de algunos esfuerzos de último minuto, Washington simplemente no tiene nada nuevo para ofrecer en términos de inversiones o de intercambio comercial. En otras palabras, para muchos latinoamericanos es la oportunidad perfecta para decir “no, estamos en 2022, y no vamos a aceptar la insensatez unilateral de Estados Unidos nunca más”.

Pero también es evidencia de una tendencia mucho menos halagadora que recorre la región: la creciente ambivalencia de la gente hacia la democracia. En un momento de claridad previo a la cumbre de 2001, todos los países del hemisferio occidental, excepto Cuba, firmaron la Carta Democrática Interamericana, que dice que “los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos, la obligación de promoverla y defenderla”. Esas palabras siempre fueron la base para excluir a Cuba de las cumbres, pero no fue una cláusula impuesta por Washington, sino más bien un rechazo a viva voz contra las dictaduras de boca de líderes democráticos como Fernando Henrique Cardoso y Ricardo Lagos, que habían luchado y arriesgado sus vidas por el regreso de la democracia a sus países en las décadas de 1970 y 1980. Pero en los años que siguieron el firme compromiso de esa generación de líderes se fue extinguiendo, para ser reemplazado por evasivas indulgentes hacia dictadores que comparten el mismo espacio ideológico, a veces disfrazadas dentro de un discurso de hermandad latinoamericana. Uno tiene todo el derecho a preguntarse, por ejemplo, si López Obrador defendería el derecho del dictador argentino Jorge Rafael Videla o del chileno Augusto Pinochet a estar presentes en Los Ángeles.

Rumbo autoritario

Al mismo tiempo, hay muchos líderes latinoamericanos elegidos democráticamente que están adoptando un rumbo más autoritario, con embates contra las instituciones e intentos de acaparar el poder. Ellos podrían estar interesados en crear un clima en el que las credenciales democráticas ya no sean como un “pase sanitario” para ingresar al club. La decisión del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, de ausentarse de la cumbre no está relacionada con la cuestión cubana, pero llegó en un momento en que Bolsonaro parece cada vez más concentrado en socavar el proceso electoral de octubre, donde las encuestas lo dan perdedor.

Al momento de publicar este artículo, la Casa Blanca no parecía haber cerrado del todo la puerta a una modificación de la lista de invitados. En sintonía, algunos gobiernos han dejado margen de maniobra para cambiar de opinión. Pero más allá de cómo termine esta historia, la controversia ofrece un panorama del estado actual del continente americano: una nueva era donde antiguas tendencias, incluidas algunas indeseadas, ocupan nuevamente el centro de la escena.ß

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